lunes, 6 de julio de 2009

Bosquejo de historia terrible.


(Por P.M.) Rodolfo era una mala bestia. Se dedicaba a pisar babosas los días de lluvia. También quemaba caracoles con un mechero de gasolina. Su padre vivía del cuento: era contable. Le daba a su hijo varias rentas al año. El hijo se hizo rentista. Compró vacas y toros, se hizo con un par de gallinas, abarató los precios del trigo en Bruselas.

Pequeña historia.

(Por P.M.) Ésta es la pequeña historia de un hombre de bien. Ésta es la pequeña historia de un hombre sin conciencia. Ésta es, en fin, una historia pequeña. El hombre vive de la caridad humana y sueña con planchas que jamás podrá comprar. Planchas de acero inoxidable. Planchas con múltiples salidas de vapor. Este hombre sueña, en fin, con planchas. Trabaja de alguacil en un juzgado. Es pequeño y calvo. Trabaja de 6 de la mañana a 3 de la tarde. Lleva barba de ocho días. Trabaja como una mula. Es, en fin, un hombre bajito. También le preocupa el problema de las canas. Pero no bebe agua. Usa todo tipo de productos para abrillantar su cuero cabelludo. Le gusta más el vino. Le gusta el baile escocés. No mira por el dinero. Nunca ve dinero. Le gusta el baile escocés. Lleva los zapatos de hace veinte años. Ni siquiera están gastados: repelen el ciclo temporal. El hombre lleva el pantalón manchado de carne de vaca desde hace veinte años. Le duele cuando le pinchan en una pata. Le pinchan porque le duele. Por eso le gustan las planchas, porque no pinchan sino que te abrasan vivo. El hombre no es un hombre. Es una hiena. T.T.T.T.T.T.T.T.T.T.

sábado, 4 de julio de 2009

Liberación. La liberación.


(Por P.M.) Era tan pobre en la vida que en realidad nada era. Por no tener, no tenía ni vídeo. ¡Desgraciado! ¡Ingrato! Y todo lo que había hecho, todo lo que había sido, todo lo que había regurgitado se reducía a una cosa: piñas. ¡Mira que le gustaban las piñas a este muchacho! Todos los años bisiestos su padre le llevaba al pinar, a cazar piñas. Cazar piñas es un arte ingenuo, inocente y aún puro. No todo el mundo puede cazar piñas. Su padre le enseñó que es preciso tener buena vista y buen olfato, pues no todas las piñas tienen piñones, como no todos los diccionarios tienen Correas. Asimismo, las piñas que cuelgan de las ramas más bajas son rencorosas; las de las más altas son traicioneras; y en las ramas medianas no hay ninguna piña que pueda considerarse como tal, así son de crueles y barriobajeras. Lo más difícil no era vislumbrar las piñas, ni olfatearlas, sino escucharlas. ¡Qué mal habladas eran! ¡Qué cosas decían! Siempre que el muchacho o su padre atrapaban una piña, ésta se deshacía en insultos e improperios contra sus captores. Tanto es así, que era preciso golpearla contra una piedra para destrozarle los piñones y evitar que pudiera articular algún sonido. De todas formas, no todas las piñas era tan ariscas; algunas eran amables, educadas y se hacían querer. Éstas eran y deben ser las más apreciadas por el cazador, pues son las que crepitan más gentilmente en el fogón. Pero, claro, el tiempo pasó, la Naturaleza siguió su curso y las piñas emigraron al Ártico para pasar el crudo invierno, lejos de la lluvia ácida y de la inviolabilidad de la correspondencia. El muchacho recordaba aquellas jornadas cinegéticas y añoraba a sus amigos, los piños piñoneros, miembros sin duda de la más elevada y encastada familia alucinógena. Las piñas, las piñas, amigo mío, se fueron para no volver. Se liberaron.

Liberación. 7ª parte.

(Por P.M.) Maruco. Maruco. Maruco... Maruco era un líder nato. ¡Qué ególatra, qué presuntuoso, qué aorta! Su patria fue su raqueta, su alegría, su troquear. Maruco, hijo de esa inmortal castañera de los cuentos infantiles, abandonó a su esposa a los 6 años. Jugaba bien al baloncesto, y al mus, y a las tabas. Nunca perdía, ya que siempre sumaba todos los ases en vez de restarlos, o dividirlos. Maruco aborrecía la frase corta y la dicción interjeccional. Y apelaba al sentido del buen gusto clásico. La suerte, decía él, no se busca, sino que se compra. Como los hongos o los paragüeros. Era Maruco un figurín abigarrado, hijo de la posguerra y de todas esas cosas que ni siquiera me atrevo a nombrar. Sí me atrevo. No, otro día. Estaba en posesión de un pequeño automóvil, o sea de un auto, pero de un auto absolutamente cuerdo, sentimental y de enorme sabiduría. Este, por llamarlo de alguna manera, Coche, era el mejor y único amigo de Maruco; aún más, era su consejero, su verdugo, su señor feudal y su martillo. Lo cierto es que ese coche diminuto era algo más que un burdo montón de chatarra con motor de explosión, era un edil curul de la vieja escuela. Daba anuncios pitagóricos y consejas ciceronianas. Esto le venía de escuela ya que en sus juventudes alemanas frecuentó las tertulias que encabezaba Rummenigge en la confitería de la Strasse. Maruco era peligrosamente avanzado en su ideología, la ideología siempre por delante y el tiempo siempre por detrás. De ahí que disfrutara tanto con las conversaciones del viejo carroza que siempre acababa enfadándose y bramiendo sofismas por los cuatro pistones. Tiene gracia. El hijo de la castañera, eximia figura de la fogonería andante, sólo y perdido en un garaje privado, hablando de fútbol con un ridículo turismo alemán de los años veinte. Maruco nunca fue muy listo; no hablaba con nadie, no patinaba con nadie, no presumía de nadie... En fin, estaba loco. Di que sí.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Liberación. 6ª parte.

(Por P. M.) ¿Para qué hablar de Sindulfo? ¿Dónde nació? ¿Cuáles eran sus aficiones literarias? ¿Quién le echó la primera mano? ¿Hubo alguna vez algo que le interesara lo más mínimo? Estoy por decir que sí, pero mejor diré que no. No, nadie quería a Sindulfo, ni a nadie él apreciaba. Era raro. Pazguato. Quimérico. Alevoso. ¿Por qué preocuparse de si alguien le llevó alguna vez los libros a la escuela? Los de la pandilla lo encontraron una mañana de Abril dormitando en posición fetal dentro de un cubo de basura. Los de la pandilla están hartos, locos por encontrar a alguien en algún cubo de basura y con este propósito visitaban todas las mañanas los callejones oscuros haciendo las delicias de los gatos con su tronío. Sindulfo se dejó llevar, como una pluma del viento, se dejó llevar, como una sombra de la luz, de dejó llevar, como una cereza del ornitorrinco, de dejó llevar... Fue enjalmiado, desinfectado y azorrado; las alcantarillas le dieron cobijo, las húmedas piedras le dieron la paz, la luz de la mañana le dio su consuelo. Sindulfo engordó y, al poco, le fue imposible utilizar las salidas de servicio. Los de la pandilla consideraron finalizada su educación y lo echaron al mundo. ¿Quién no hubiera querido ser tan respetado como él lo fue? ¿O tan empalagoso? ¿O tan sucio de alegrías? A nadie conocía Sindulfo, a nadie de este mundo, y todos se postergaban a su paso, y le besaban la mano, y de bebían sus palabras. Sin embargo, como todo ha de llegar, llegó el Otoño y con él, el fin del mundo. Las estrellas se desplomaron y cayeron sobre la tierra, atrapando a Sindulfo en un confuso magma de gualda y azul. ¿Quién soy? ¿A qué se debe? Se debe la vida y la hacienda. Nadie puede defraudar a hacienda y quedar impune. Sindulfo se drogaba y además sufría de calvicie prematura. Un desastre, amigo, una letanía...

jueves, 25 de diciembre de 2008

Liberación. 5ª parte.

(Por P. M.) Dionisio era el único de toda la pandilla que, más o menos, podía definirse como "ser humano". Dionisio siempre había querido tener un hermano mayor que escuchase sus problemas, que le llevase al cine, que le pegase palizas, y el hecho de que este sueño nunca se hiciera realidad marcó su vida para siempre. Él era uno de los pocos que creían en el hombre, más que en Rappel. Su filosofía de la vida era hasta cierto punto escabrosa y refinada, otorgando libertad a los ciudadanos y ciudadanías a los libertarios. A pesar de que Dionisio no hablaba francés, consiguió un cargo de profesor de dicha lengua en la escuela universitaria de Conejilla. Era todo un burgués amanerado, profundamente interesado en la complejidad de la mente humana y en la cría de animales de granja. Tenía una gran afición por los animales, de hecho los amaba hasta tal punto que dejó su puesto en la sociedad humana y se transformó en uno de ellos. A partir de entonces fue un águila. Un águila para los negocios, un águila para el dinero, un águila para los ratones. Pero la vida del águila era demasiado arrastrada para él, que era un boxeador nato, y decidió mutarse en un tucán de provincias. Dionisio sabía mucho de papeles, de enmiendas y suplicatorios y por fin pudo darle un sentido cabal a su vida. Sin embargo, no quería pasarse el resto de su vida trapicheando, así que determinó evaporarse, homogeneizarse y, en último término, fosilizarse. La súbita desaparición de Dionisio ocasionó graves trastornos a sus amigos de la pandilla, a los que adeudaba cientos de rupias. Sólo Andrés comprendió lo que este hecho significaba realmente: nunca podría comprarse una bicicleta para el verano ni cantar alegre como las comadres de Windsor. Pero, cierto día brumoso de Enero en el que una fina lluvia empañaba los parabrisas de los coches aparcados en línea amarilla, Dionisio reapareció. Dionisio no estrechó la mano a nadie y a nadie dio palmetadas en el hombro al salir de la ducha. Era manco. Y sólo llegó a ser feliz entre las piedras.

Liberación. 4ª parte.

(Por P. M.) Nadie supo nunca cómo era Norberto en realidad, porque Norberto no era, no fue, nunca existió. Él era sólo un sueño, una ilusión, un personaje que a los miembros de la pandilla les gustaba recrear y al que atribuían todas aquellas cualidades y virtudes de las que ellos pensaban que carecían. Norberto no era bien recibido en ninguna casa ni jamás le aceptaron en matrimonio alguno de conveniencia. Odiaba a los hipócritas y a los geógrafos porque, según él, nunca dijeron verdad auténtica. Los de la pandilla no jugaban bien al fútbol sala, por lo que Norberto optó por seguir las carreras de caballos. Era bueno apostando, siempre sobre seguro. Tenía un séptimo sentido que le permitía adivinar el futuro, de modo que siempre sabía qué caballo iba a ganar. Con 17 años, Norberto entró en la escuela de astrología aplicada a un punto, en la que se licenció dos años después. A partir de entonces, su vida no fue fácil para él. Perdió sus recomendaciones, sus papeles y sus amigos influyentes. Norberto no era como Antonio, nunca supo vivir y además tenía la nariz muy larga. Requirió el apoyo de la pandilla a la que consideraba su primera familia y la pandilla le dio la espalda. Norberto era poeta, se moría de pena y penaba por morir, exhalaba unos suspiros que al buen Dios ponían espanto. Pero un día, la suerte llamó a su casa y se fue con ella. Entonces, Norberto descubrió que no necesitaba nada, ni un turismo, ni un lecho donde dormir, ni un aparato receptor de ondas acústicas. Ni siquiera necesitaba comer o beber, trabajar o dormir. Él era sólo una ilusión de mentes enfermizas y había vivido engañado todo este tiempo. Norberto no había sabido andar derecho por la vida y no podía creerlo todo a pies juntillas. Era cojo y sólo sabía hacer buenos nudos, amén de tortillas de patata como ruedas de camión. Adiós, Norberto. No queremos aceptarte, no pensaremos más en tí. Majo.